Hacía pocos días que me había enterado de la partida de mi Papá para la Patria Celestial. Me tocaba ir sola a Identificación Civil para renovar la cédula. ¡Cuánto me costó ese viaje en ómnibus hasta el Centro! Cuántas memorias están representadas por locales en la Avenida 18 de Julio: Tata, el Cambio La Favorita, plazas y restaurantes... Y memorias puntuales, corriendo las palomas en la Plaza Independencia, haciendo compras en los “shops” para turistas, comiendo un pancho en La Pasiva mientras esperábamos el ómnibus interdepartamental en aquellos días cuando la plaza era el largador...
Y sentada en Identificación Civil, esperando la cédula nueva, admirando la agilidad y el profesionalismo con que ahora se hacen trámites allí, me acordaba de las anécdotas que compartía mi Papá de los Años 70, cuando el tema no era nada ágil, y cómo le había costado conseguir la residencia en primera instancia. Por momentos, se me llenaban de lágrimas los ojos... Por momentos me reía sola (¡pero en silencio y con cautela para que nadie pensara que estaba loca del todo!)
De repente, sentí una punzada en el corazón y sufrí lo que me parecía ser casi una crisis de identidad: ¿Quién sería yo si mi Papá no hubiera persistido con todo el drama – a través de esos más de ocho años – que le costó conseguir esos trámites para que residiéramos como familia en el Uruguay? Gran parte de quien soy yo hoy día tiene que ver con quien era este hombre a quien yo he tendio el privilegio de llamar “¡Papá Daddy!”
Y estaré eternamente agradecida por todo lo que fue para mí...
Y estaré eternamente agradecida por todo lo que fue para mí...
¡Te amo, Papá!
